Nació en Lanús, pcia. de Buenos Aires en 1978. En 2004, junto a otros escritores, fundó el Grupo Alejandría. En 2008 publicó por la EdULP (Editorial de la Universidad de La Plata) la nouvelle "No basta que mires, no basta que creas". En 2010, también por EdULP publicó el libro de cuentos "Los refugios".En 2012 publicó El exceso (Gárgola-Laura Palmer no ha muerto) y participó de la antología Panorama Interzona. En 2013 publicó Cabos sueltos. Con Alejandría ha sido becado por el FNA. Es profesor de Casa de letras, editor de la revista El ansia y de No-retornable. En 2013 fundó junto a otros escritores Club5 editores, un proyecto editorial dedicado a la reedición de libros de autores argentinos contemporáneos. Habitualmente colabora en distintas publicaciones: ADN La Nación, Eterna cadencia, Otra parte,
Dos cuentos de Los refugios (Colección Sólo cuentos - Edulp 2010)
Los hermanos
Mi hermana tenía el pelo rubio y ensortijado. Recuerdo un gesto casi mecánico de ella: su intento de ordenar una y otra vez con un gancho lila aquella mata rebelde; la puedo ver con los dos brazos en alto y hacia atrás, la mano derecha tomando el cabello, la izquierda el gancho, buscando ajustarlo en el punto exacto, un poco arriba de la nuca. Me costaría rescatar una imagen suya sin ese peinado.
Siempre pasamos mucho tiempo solos. Las mujeres que nos fueron cuidando a lo largo del tiempo, al comprender nuestra suficiencia para entretenernos, poco nos controlaban; en cambio, se dedicaban sí a esperarnos a la vuelta del colegio con la merienda servida, a prepararnos el baño y la cena, a dejar listos los uniformes para el día siguiente. Los dos éramos tranquilos. Mi hermana era (es) mayor que yo cuatro años. En verdad, tres años y seis meses. No obtengo de la niñez ningún episodio en particular con ella; al menos, ninguno donde el recuerdo nos aislara denuestros padres. Hay el cruce de un puente más o menos alto y precario desde donde era difícil (y quizá por eso mismo aterrador) divisar las manchas negras en aquel lecho sin agua del río, las manchas que en verdad eran cangrejos; hay una navidad donde mi madre debió medicarla y encerrarla debido a su gran temor a los estruendos de las explosiones de medianoche, y yo le hacía burla comparándola con los perros; y hay una mañana, donde ella me está por atar los cordones, y mis padres detienen todo y corren obnubilados a buscar la cámara para tomarnos una fotografía. Y no mucho más. No son, de todos modos, recuerdos nuestros, sólo imágenes, construcciones fragmentarias, apenas relatos familiares.
En la adolescencia nos comportábamos como dos huéspedes de honor en la casa, como dos extraños que un par de veces por día se cruzan en el ascensor o en el vestíbulo de un hotel. Ella jugaba sin interrupciones en la computadora y yo armaba hasta el agotamiento aviones y barcos a escala. Si estudiábamos, cada uno tenía en su habitación todo lo necesario. Mi hermana, supongo que por ser mujer, tenía además su propio cuarto de baño, pero yo tenía para mí los dos restantes. No sé qué hubiera pasado si hubiésemos sido tres. Tampoco sé si mi hermana tendrá recuerdos o imágenes de ella sola en la casa, anteriores a mi nacimiento. Sé que mis padres siempre intentaron que cada uno fuera independiente del otro; que no hubiera mayorazgos ni intromisiones; que cada uno creciera con sus propios juegos, lugares y amigos; en la secundaria, por ejemplo, fuimos a distintos colegios; adecuados, según creo, a nuestros distintos intereses y temperamentos.
Durante los días de verano que no había vacaciones ni colonia, las distintas habitaciones de la casa repetían el mismo cuadro, la misma atmósfera: persianas bajas y la madera del piso reflejando apenas una franja de luz exigua y calurosa. Una vez (yo tendría once y ella catorce), habíamos coincidido en la cocina. Los dos estábamos descalzos y teníamos las plantas de los pies bastante sucias. Estoy seguro de que ella estaba comiendo alguna fruta o un poco de helado y yo tomaba un vaso de Coca-Cola. Por la ventana que yo tenía de frente y ella de espaldas, podía ver a lo lejos a la mujer con guardapolvo rosa y sombrero blanco regando el parque. Mi hermana, sin preámbulos ni inseguridades, me dijo que no usara medias si me ponía una bermuda o un short. Yo no contesté, acaso porque aceptaba su indicación. Pero una o dos tardes después le deslicé el comentario de que siempre tenía puesto el mismo gancho. Me encanta el violeta y el lila, dijo ella, y creo que hablamos algo más esa tarde y alguna otra, pero ahora está borrado o sumergido en el aparente olvido.
La espié desnuda pocas veces; al comienzo se trataba por mi parte de pura curiosidad, de ver, de acceder por fin al cuerpo real de una mujer. Pero la excitación era difusa, esquiva y comencé a fijarme en sus defectos: su piel demasiado pálida, las piernas largas y angostas, la indiscernible cicatriz en el abdomen, su cara de moneda o de muñeca rusa.
A los dieciocho se fue a estudiar al exterior. Si utilizo esa palabra inmadura e imprecisa es porque se ajusta bien a mi conocimiento incompleto de sus trayectos y a las varias carreras y a los varios países en los que estuvo. Al comienzo manteníamos sin embargo un contacto electrónico de manera infrecuente. A veces, muy pocas, llamaba por teléfono a casa, yo atendía, la saludaba y le pasaba la comunicación a mis padres. Con el tiempo, los contactos se espaciaron aún más. Para la época en que yo empecé a estudiar, ya no había noticias de ella, ni de dónde podía estar.
A lo largo de estos años, he tenido a veces el impulso de buscarla, pero algo inacabado y triste me lo ha impedido. Suelo pensar en ella de manera intensa y esporádica. La mayoría de las veces la imagino en un lugar extraño con un no menos extraño destino: orando rapada en un monasterio a la altura de las nubes; curando animales en un caserío febril de la selva; en una clínica tratando de soportar la abstinencia y el tedio; o en una oficina con paredes de vidrio, cuidando los intereses de una corporación. Pero son ideas. Es muy probable que no sea así. Es muy probable que mi hermana ya tenga una familia, su familia, y que por lo tanto yo tenga sobrinos, que seguramente se pelean a veces, que ignoran todo o casi todo de mí y que hablan con facilidad otro idioma.
Dos láminas
A Juan José Burzi y Adrián Canela, por distintos motivos
“Running over the same old ground. What have we found? The same old fears”
Wish you were here. P.F.
Surcan día y noche el desierto. Llegan por tandas, según los turnos, y se preparan en vestuarios amplios charlando sobre política o deportes, o comentando alguna serie que siguen con avidez. Hacen los ejercicios de elongación, templan los músculos, y un rato después, ante la desolación y la infinidad de médanos, se lanzan a nadar.
No son veloces ni fuertes ni tampoco incansables; se relevan por tramos cortos, a veces de no más de diez o veinte centímetros. Suelen tener los ojos cerrados aunque ni siquiera así consiguen evitar la irritación de la arena. Ahora hay siempre espectadores a los costados; turistas o curiosos que se acercan a mirar y que permanecen detrás de una cuerda como si fuera un rally o un funeral público. Ajenos, ellos bracean sobre las dunas, leve y profundamente. Todavía utilizan por hábito o nostalgia sus antiguas mallas y las gorras de hule color crema.
Hay también un hombre alto y delgado, con sombrero y traje negro, sin rostro (o con una cara lisa, sin accidentes), que usa guantes de raso blanco y que posee muñecas y tobillos transparentes; o en otra versión, es todo él entero invisible, todo él inexistente, salvo por la ropa que simula una cáscara, una corteza sin contenido. Cuando aparece, cuando ha aparecido, les ofrece a los nadadores un disco de platino y apoya sobre el suelo del desierto un maletín oscuro.
Resulta enigmático verlos desde el aire; verlos escribir, dibujar marcas o senderos sobre la arena que no tardarán en borrarse; verlos reducidos, minúsculos, como si fueran lagartijas.
Al principio las miraba. Ahora es distinto. Al principio había miedo, vergüenza, a veces, desesperanza. Ahora no. No recuerdo cuánto duró la pesadilla. O sí, lo recuerdo perfectamente: duró toda mi vida. Pero hasta hace dos días. Dos días atrás la decisión por fin tuvo cuerpo.
Me llamo Federico Martínez. Lo que hice fue seguir a una mujer y estar con ella. Pero antes tuve que esperar; debieron pasar seis meses para que eso fuera posible. No creo, sin embargo, que la decisión haya sido esa solamente; porque si bien no llegaba a tenerlas, siempre he seguido o mirado mujeres. La verdadera decisión, para mí, es que no estuviera mal; porque durante mucho tiempo sí lo estuvo.
Sin embargo, después de haber elegido, después de sentir el alivio, aún queda este hueco a la noche del que debo deshacerme. Y creo que sólo puedo deshacerme de él de esta forma.
Recuerdo una época en que escribía sólo para dormirme. Fue hace unos años, escribía del mismo modo en el que podía ver una película, leer o hacer zapping. Pero en aquel momento no pensaba que era lo mismo. Al final, acabé tirando todo; lo tiré, también, en una de esas noches donde no sabía cómo llenar el tiempo. Yo pensaba que no había, que no podía haber, peor mal que el insomnio. Hoy comprendo que el insomnio era la forma (una de las formas) de ese único mal, que es el pasado. De él, y sólo de él, busco despojarme.
Recuerdo llegar temprano a mi casa y tener todo el tiempo del mundo para relajarme, para tomar una ducha, para pensar qué iba a comer, para comer; es decir, recuerdo hacer todas las cosas rutinarias y sentir que el tiempo igual sobraba. Nunca eran más de las nueve o diez cuando había terminado con todas las obligaciones; ya fueran mías, de la casa, o de los demás. Entonces me iba a la cama; a veces, sin rastro de cansancio alguno, pero obediente, dispuesto a dormir ni bien el sueño llegara.
Y lo que llegaba era el insomnio. El insomnio y su espera infinita, acaso la peor; la espera inútil y completamente a oscuras. Pero dormir era bueno (estuve a punto de no escribir la verdad: yo no pensaba que era bueno, yo pensaba, estaba convencido de que era saludable) porque después de unas horas me hacía ver las cosas de otra manera. A la mañana siguiente, por ejemplo, era optimista; o quizá no tanto, pero lograba cierta dosis de cinismo, y en secreto, podía reírme de mí y sobre todo de los otros. De esa forma salía al mundo y lo soportaba. Dicen que los que buscan matarse comienzan por no dormir. Eso me tenía sin cuidado.
Pero mientras el insomnio arruinaba mis noches, durante el día me torturaba otra cosa: que lo único que pudiera hacer con las mujeres fuera mirarlas. Y yo no quería eso nada más, porque a pesar de que con los años, había aprendido a hablar con ellas, nunca lo había hecho con naturalidad, al menos no con la naturalidad que sentía, si es que hablaba, frente a los hombres. Incluso el silencio era distinto. Yo no soy –ni nunca lo fui– de hablar mucho. Pero cuando callaba también podía sentir la diferencia.
De a poco, lentamente, me convertí en un imbécil por no poder dar ese otro paso. Y se fue haciendo más fuerte, más constante, más imperiosa, la necesidad de mirarlas. Aunque no, la verdad es que muy pocas veces me sentía un imbécil por eso, muy pocas. Lo que me pesaba era la urgencia de ellas. La sed, la sojuzgada desesperación de tenerlas y tocarlas y de que fueran mías. Hablarles, poco o mucho, o lo suficiente como para que ellas me hablaran, era necesario para lo otro; para lo que yo en verdad buscaba.
Transcurrieron numerosos días bajo este signo de pesadilla; son los que prefiguraron aquel orden funesto que hasta hace no mucho tiempo me dominaba. (Sólo el tiempo mensurable ahora me puede resultar no mucho, porque sé que hay otro, el mío, donde estos dos días equivalen a siglos). Miren a su alrededor. Miren atrás y busquen esa cara, ese apellido o nombre que no les sale. Ese compañero de escuela, de facultad o de trabajo, raro e introvertido. Ese no era yo. Y sin embargo, jamás, hasta hace dos días, había estado con una mujer.
2-Los incontables
Hasta que Mariana Ruiz leyó el horóscopo aquel domingo a la mañana, era una chica de veintisiete años como tantas otras. Estaba terminando la carrera de diseño gráfico; no era ni muy alta ni muy baja, aunque sí delgada. Mariana era una chica que, además, desde que había terminado con su novio de toda la vida el año pasado, estaba sola.
Entre la facultad, algunas amigas y un trabajo como encargada en un negocio de ropa, Mariana transcurría sin grandes sobresaltos. Con el sueldo y una economía ajustada, Mariana había logrado alquilar un departamento. Se había independizado. Ese había sido en verdad su último gran paso.
Mariana quería estar con alguien, pero la situación iba haciéndose más difícil a medida que pasaba el tiempo. ¿Por qué? Ella no sabría decir por qué. Alguna vez, un poco en broma, un poco en serio, Mariana dijo que al parecer ya no había hombres. Otras veces, y con otro ánimo, dijo algo un poco más elocuente: “Son todos idiotas”, pero no mucho más.
Es cierto que Mariana no ha tenido lo que se dice “experiencias positivas” últimamente. Repasemos: un compañero de facultad que parecía simpático, con el que llegó a salir, pero que esfumó por completo todas sus expectativas cuando se acercó a darle un beso, y al ser suavemente rechazado por ella, cambió su tono amable y dulce con el que le había hablado toda la noche, por otro, mucho más fuerte y menos dulce, para preguntarle por qué y luego, mientras ella buscaba los motivos, decirle “Bajate”, arrancando y dejándola sola, en la Costanera y de madrugada. O aquel otro, que le presentaron sus amigas, tan intelectual y moderno, que la tuvo pendiente y entusiasmada a Mariana, hasta que canceló dos citas faltando una hora o menos para verse. Y qué decir de los incontables que a las pocas salidas se ponían serios y querían hablar, con claridad y ternura, de una relación “libre, sin compromisos, independiente”.
Estos episodios le servían a Mariana para amenizar, cada tanto, las reuniones con sus amigas; para divertirse, brindar por el aborrecible hombre en cuestión y reírse a carcajadas de todo lo que hasta ese momento la había hecho llorar a mares.
Pero siempre está la mañana, el otro día; la luz del sol que parece tener la propiedad de iluminar todas las cosas de otra manera; o al menos las cosas que de noche, se ven diferentes. Y entonces un vacío, una melancolía imprecisa parece ganarlo todo; y cuando Mariana da con esa parte de la historia, todos los hombres, todos los incontables idiotas, se encadenan en una especie de tren fantasma y se parecen a muecas de hombres que la persiguen y rodean, haciéndola volver una y otra vez sobre el tiempo perdido; obligándola, a veces, a que se pregunte por qué, si fue o es ingenua, estúpida, y en todo caso cómo no se daba cuenta.
Pero esto y muchas otras cosas, decía, han sucedido antes, en un tiempo que no vamos siquiera a rozar. Hasta que Mariana, aquel domingo, leyó el horóscopo.
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